Dos días después de lo ocurrido despertó; la luz golpeó de lleno sus pupilas. No recordaba cómo se llamaba. Su nombre y su historia ya no existían. Perdido y desorientado, sin identidad, sin pasado, ni hogar. Exaltado miraba a su alrededor buscando alguna pista que le revelara lo que su propia cabeza le negaba, sus ojos se movían veloces recorriendo cada detalle de la habitación en que se encontraba: lámpara, flores, una ventana, y un televisor desde un atril puesto en lo alto lo miraba interrogante; luego notó que los recuerdos no aparecían, no había olores ni luces conocidas, el miedo lo embargó: una fría y desagradable sensación se apoderó de su piel, sus manos se adormecieron, su garganta se apretó, sintió que su cuerpo indefenso caía más allá de la cama que lo sostenía. Los monitores dispuestos a ambos costados de la cabeza comenzaron a sonar con un agudo, entrecortado y estridente sonido que se repetía una y otra vez revelando el miedo que crecía en su interior, su presión se disparó. La fría transpiración empezó a fluir por su frente, humedeció sus manos y cada uno de sus músculos contraídos comenzaron a tiritar, el llanto era inminente. Estaba vacío, solo y asustado. Girando a la derecha el cuerpo, comenzó a contraerse: sus manos adornadas de catéteres se juntaron en su pecho con electrodos, las rodillas buscaron el vientre y su cabeza cayó entre la almohada y el colchón. Rendido, temía a lo desconocido.
Tres días más tarde abrió los ojos nuevamente, saboreó lo amargo de su lengua seca; manchas de colores se movían sobre él, murmuraban. Enfocó, sintió una palma suave y tibia en la frente, vio luego una sonrisa llena de esperanza y unos grandes ojos colmados de lagrimas que se acercaban, el calor de una piel ajena, pero conocida cerca de su mejilla lo hizo respirar profundo, llenando así sus pulmones del aire tibio presente en la habitación; luego, los labios que ya estaban próximos a su oído exclamaron: "No lo vuelvas a hacer".