Receso.

Veo mi reflejo en el monitor: corbata, camisa, abrigo, lentes y una barba extraña, oscura y difusa, a medio salir. En una especie de trance comienzo a perderme en esa luz blanca y artificial que baña mi rostro, una luminosidad que contrasta con las sombras que vienen asomándose desde mis anchas espaldas, inundando toda la habitación que me rodea y observa, con sus libros, muebles, cama y televisor.
El reflejo de mi pupila en el cristal del anteojo me descoloca, el movimiento del globo ocular con su profundo y opaco iris castaño desvía mi atención al leer.
Creo que terminaré de escribir mañana.


[4JM]

Almacén San Martín

Una vez por semana venía al pueblo la muchacha, cada vez que aparecía, Don Joaco, el almacenero de la esquina, corría a verla, limpiándose rápidamente las manos en el delantal blanco que usaba para atender, lleno de harina y vestigios de abarrotes varios, de esos que solo se pueden encontrar en el único almacén en kilómetros. Corría para contemplarla de lejos, y por tan solo unos minutos, los que tardaba en rodear la cuadra, minutos que bastaban para robarle tres noches de sueño al poco agraciado señor.
Tan grácil y espigada, se dejaba llevar por el viento y las corrientes que circulaban por entre sus largos y delgados dedos, las mismas que hacían volar sus cabellos lacios y que acariciaban su eterno cuello rosado, dándole una autoridad divina sobre quien la observaba a la distancia; ella siempre erguida y con la mirada en un punto invisible al final del corredor San Martín.
Don Joaco, ante tal espectáculo, siempre quedaba perplejo, mordiendo las ansias de no poder asir tan delicada y lozana figura, maldiciendo los 30 años que los separaban, odiando las arrugas y el creciente blanco en su cabeza; estaba destinado a solo mirar desde lejos,a no tocar, a no besarla, debía conformarse con solo sentirla dentro de si. Hasta que la muchacha se marchitara como él, o él se perdiera en el olvido bajo aquel pueblo viejo, como sus padres y los padres de sus padres.
Un día, miraba atento el reloj sobre el dintel de la puerta de vaivén de su almacén, como si esperara algo, impaciente, parecía que contaba cada segundo en él, concentrado, desnudando cada detalle de las negras manijas, entrejuntando los parados en un afán de mejorar el enfoque de su mellada vista. Tras el aparador de madera lustrada, se le veía como queriendo hipnotizar a alguien invisible frente a él, o siendo cautivado por alguna presencia espectral.
La puerta repentinamente se abrió, haciendo tintinear las campanitas de aviso; una figura descolocó su concentrada mirada fija. Era ella, la chica de afueras del pueblo, Don Joaquín Pérez nunca la había visto tan de cerca, quedó atónito y espectante, pensando y tratando de adivinar cual sería el siguiente movimiento de la recién llegada; llegada a su espacio, a su mundo. Primera vez que entraba ahí, muchas veces él había pensado en aquel momento, ahora por fin ocurría y no sabia que hacer, estaba inmóvil.
Paseándose lentamente, y observando a su alrededor, hacia sonar el antiguo piso de tablas del lugar, se paró frente al mostrador y saludó algo seca, con una sola palabra y sin mirar al dependiente, buscando con la vista lo que necesitaba, tratando de distinguir entre las miles de cosas disponibles en la polvorienta estanteria a las espaldas del impresionado y sudoroso señor. Sacó una pequeña libreta de hojas blancas de la canasta que traía consigo, la revisó y dijo:
- dos kilos de harina, una docena de huevos, un kilo de azúcar, dos litros de aceite y una vainilla, por favor.
Tras decir esto, levanto la cabeza y esbozó una sonrisa. Él, logró moverse por fin, recolectó lo solicitado poniendo todo detenidamente y en orden dentro de la canasta y se la acercó, ella dejó el dinero cuidadosamente sobre la mano de Don Joaco y se marchó.
A la mañana siguiente, el almacenero tenia un brillo diferente en los ojos, un semblante descansado, un sabor dulce en la boca, el que se refrescaba a cada suspiro que daba.
De pronto, un gran bullicio y tumulto de personas llenaron la calle, irrumpiendo en la paz del corredor San Martín, Don Joaco salió de su almacén al igual que todo el mundo, asustado y confundido por la fiesta que traía una gran cantidad de personas, junto a una carreta adornada de flores y listones blancos, celebrando y vociferando con alegría, risas y cantos. Don Joaco se empinó para ver que era lo que sucedía, buscando algún espacio entre la multitud alborotada, pronto pudo ver entre la gente y los pétalos que volaban, que desde la carreta saludaban dos jóvenes, entusiastas y sonrientes; él, lucía galante con un traje negro y sombrero de ala; de ella, solo pudo distinguir su sonrisa, sus largos dedos cogiendo un ramo de calas y su lacio cabello al viento.

Los años

Hacendosa como siempre corría por la casa, al bajar y subir las escaleras eternas hacia sonar contra los escalones alfombrados los grandes suecos bermellón que alguna vez le regaló la señora para el día de reyes, día que ella jamás comprendió, ni que nadie nunca le explicó.
Siempre después de las 10 de la mañana encendía el radio de la cocina y tarareaba burdamente boleros y baladas hostigantes, llenas de elogios y lamentos, añorando amores pasados. Quizás era su manera de lamentar el haber dedicado una vida completa a una familia que no era la suya, se la quería como una más de la casa, pero siempre en la cocina, entre el vapor de las ollas, las verduras y el aroma de las especias, preparando deliciosas recetas que aprendió en la escuela de los años.
Eran casi 40 años de servicio en aquella casa, vio pasar mucha gente, muchas fiestas, muchas otras sirvientas por aquel lugar, por su espacio, por su cocina, pero nadie se mantenía mas que ella, era como un rasgo indeleble de la casa, a la cual ya se había integrado, como una viga indispensable de la estructura.
Una vez se enfermó, hace años, y no fue fácil para los habitantes del caserón, tuvieron que contratar al menos cinco otras señoras para realizar en alguna medida la labor cotidiana de Amelia, corrían alborotadas ante lo mucho que había que hacer: limpiar, barrer, lustrar, cocinar y atender a las siempre refinadas (y molestas) visitas de los dueños de casa, visitas que duraban toda una tarde y se repetían todos los días. Un mes sin la Melita y todo cayó en caos.
Siempre amena se paseaba por el jardín, las habitaciones y la sala, haciendo la ultima revisión antes de comenzar otras labores, labores que le costaban cada vez mas, le pesaban los años, pero acostumbrada a trabajar sola se rehusaba ante los ofrecimientos traer una nueva sirvienta para ayudarla.
El día en que no pudo levantarse se dio cuenta de que envejecía. De a poco comenzó a decaer, Amelia se resistía a pesar su edad, a que el paso del tiempo hiciera estragos en ella, en su piel, en su vida y su trabajo; vivía para ser útil, vivía para trabajar. Hace tiempo que lo había asumido y decidió hacerlo lo mejor posible, pero su vitalidad no era la misma, y su piel ajada por la experiencia de los años era su testigo frente al espejo; surcos cada vez mas profundos recorrían su rostro como rios secos, en los que se reflejaba el cansancio de toda una vida tras el funcionamiento de una casa ajena, y ahora sentía que se apagaba la luz de su interior lenta e inexorablemente.

Pausa

Se desplazó hasta la caja y pagó. Ya casi sentía el dulzor del chocolate blanco entre sus labios, el hielo frappé derretirse en su lengua y la suavidad de la crema invadiendo su interior; parecía que el muchacho que preparaba su anhelo tardaba mas de lo acostumbrado, como si estuviera haciendo una obra de arte, única y exclusiva, dedicado y concentrado.
El reloj marcaba ya las tres de la tarde y la afluencia de publico en el café había bajado considerablemente, se le acababa el tiempo y debía volver al trabajo; a esa oficina en lo alto de un edificio gris que se levanta en medio del centro de la ciudad.
Sintió como se erizaban los vellos de su cuerpo al recibir el vaso que esperaba; mas frío de lo que se imaginó en los minutos de espera. Con calma, se acercó a una mesita de madera, cerca del mesón curvo de donde sacó una bombilla envuelta en papel, algunos saquitos minúsculos de azúcar rubia y una par de servilletas, luego tomó asiento y quedó contemplativo mirando a través de las enormes ventanas del lugar. Afuera era diferente, el ritmo acelerado de un día gris y frío hacia caminar con suma rapidez a los transeúntes, mientras probaba a pequeños y tímidos sorbos su café, perdió luego por unos segundos la mirada en la crema, que como nieve, se colaba entre los pequeños cristales de azúcar y hielo que ascendían por la bombilla hasta su boca.
Luego de un instante volvió a mirar la hora; vio con sorpresa que ya faltaban solo diez minutos para las cuatro y debía volver a la rutina oficinesca, se quebró entonces su momento de paz. Se puso de pie, observó con nostalgia el entorno impregnado del olor de los oscuros granos, tomó su vaso y se dispuso a caminar. Empujó la puerta de cristal y de inmediato una brisa, aun mas fría que el café en su mano, lo invadió, su nariz, sus mejillas y sus labios desnudos se estremecieron, pronto su respiración se hizo visible. El contraste entre el amable calor del local y la calle helada lo hicieron dudar.
A las cuatro treinta su jefe lo vió entrar a la oficina con un humeante espresso en la mano.