Intento fallido

Dos días después de lo ocurrido despertó; la luz golpeó de lleno sus pupilas. No recordaba cómo se llamaba. Su nombre y su historia ya no existían. Perdido y desorientado, sin identidad, sin pasado, ni hogar. Exaltado miraba a su alrededor buscando alguna pista que le revelara lo que su propia cabeza le negaba, sus ojos se movían veloces recorriendo cada detalle de la habitación en que se encontraba: lámpara, flores, una ventana, y un televisor desde un atril puesto en lo alto lo miraba interrogante; luego notó que los recuerdos no aparecían, no había olores ni luces conocidas, el miedo lo embargó: una fría y desagradable sensación se apoderó de su piel, sus manos se adormecieron, su garganta se apretó, sintió que su cuerpo indefenso caía más allá de la cama que lo sostenía. Los monitores dispuestos a ambos costados de la cabeza comenzaron a sonar con un agudo, entrecortado y estridente sonido que se repetía una y otra vez revelando el miedo que crecía en su interior, su presión se disparó. La fría transpiración empezó a fluir por su frente, humedeció sus manos y cada uno de sus músculos contraídos comenzaron a tiritar, el llanto era inminente. Estaba vacío, solo y asustado. Girando a la derecha el cuerpo, comenzó a contraerse: sus manos adornadas de catéteres se juntaron en su pecho con electrodos, las rodillas buscaron el vientre y su cabeza cayó entre la almohada y el colchón. Rendido, temía a lo desconocido.
Tres días más tarde abrió los ojos nuevamente, saboreó lo amargo de su lengua seca; manchas de colores se movían sobre él, murmuraban. Enfocó, sintió una palma suave y tibia en la frente, vio luego una sonrisa llena de esperanza y unos grandes ojos colmados de lagrimas que se acercaban, el calor de una piel ajena, pero conocida cerca de su mejilla lo hizo respirar profundo, llenando así sus pulmones del aire tibio presente en la habitación; luego, los labios que ya estaban próximos a su oído exclamaron: "No lo vuelvas a hacer".

Octavo Básico

Luego de leer lo que le di antes de llegar al salón, levantó levemente la cabeza, me miró por encima de los marcos negros que pendían de su puntiaguda nariz, esbozó una sonrisa, la que rápidamente se esfumó dando paso a una mirada más profunda; una sombra se posicionó en las cuencas sus ojos, sombra que hizo juego con el espeso bigote que adornaba su tosca forma labial. Tomó asiento. El olor a tabaco que salía de sus amarillentos dedos entrecruzados sobre la mesa me impacientaba. Casi transpirando, apretaba con mis pequeñas manos el papel de dulce que tenía en el bolsillo de la cotona. Observaba y esperaba la respuesta, de a poco perdía la esperanza ante el largo silencio del profesor:
- Está bueno, se imprime...
Y logré entrar en la revista escolar.

Paseo

Siempre le gustó salir a caminar. Deambulaba casi religiosamente cada tarde de junio por ahí descubriendo a menudo detalles nuevos en las personas, casas, calles y plazas de aquel barrio que la vio crecer; disfrutando del tenue sol de media tarde, recogiendo aromas, recordando amores, dejándose llevar por la nostalgia que le traía cada esquina y rincón por los que pasaba; rincones por entonces humedecidos por la reciente lluvia estacional. A veces también echaba de menos la tensión de la correa de su amo.

Morfeo

Recuerdo que cada navidad era un verdadero calvario, una batalla que libraba anualmente en contra de aquel enemigo que siempre terminaba derrotándome, pese a todos mis esfuerzos por mantenerme en pie como mis hermanos mayores, que eran más preparados y fuertes, más astutos y estrategas en la batalla; era obvio, llevaban mas años que yo en el campo, y por ende más experiencia, la que los convertía en generales y capitanes ante un aficionado como yo: un simple soldado que arriesgaba todo por alcanzar la victoria, pero que sin embargo caía en el primer encuentro con las fuerzas enemigas.
Siempre era el último en abrir los regalos, en la mañana del 25

Y de pronto

Lo tomó del pescuezo, lo levantó hasta la altura de su frente, bajó la miraba, dio unos pasos y lo dejó caer volteando el rostro para no presenciar la caída, mas no podría librarse del sonido que pronto invadió sus oídos y le recorrió el espinazo hasta adormecerle la planta de los pies.
Diez minutos mas tarde, volvió arrepentido al tacho a rescatar al robusto y recién eliminado oso de felpa.

Receso.

Veo mi reflejo en el monitor: corbata, camisa, abrigo, lentes y una barba extraña, oscura y difusa, a medio salir. En una especie de trance comienzo a perderme en esa luz blanca y artificial que baña mi rostro, una luminosidad que contrasta con las sombras que vienen asomándose desde mis anchas espaldas, inundando toda la habitación que me rodea y observa, con sus libros, muebles, cama y televisor.
El reflejo de mi pupila en el cristal del anteojo me descoloca, el movimiento del globo ocular con su profundo y opaco iris castaño desvía mi atención al leer.
Creo que terminaré de escribir mañana.


[4JM]

Almacén San Martín

Una vez por semana venía al pueblo la muchacha, cada vez que aparecía, Don Joaco, el almacenero de la esquina, corría a verla, limpiándose rápidamente las manos en el delantal blanco que usaba para atender, lleno de harina y vestigios de abarrotes varios, de esos que solo se pueden encontrar en el único almacén en kilómetros. Corría para contemplarla de lejos, y por tan solo unos minutos, los que tardaba en rodear la cuadra, minutos que bastaban para robarle tres noches de sueño al poco agraciado señor.
Tan grácil y espigada, se dejaba llevar por el viento y las corrientes que circulaban por entre sus largos y delgados dedos, las mismas que hacían volar sus cabellos lacios y que acariciaban su eterno cuello rosado, dándole una autoridad divina sobre quien la observaba a la distancia; ella siempre erguida y con la mirada en un punto invisible al final del corredor San Martín.
Don Joaco, ante tal espectáculo, siempre quedaba perplejo, mordiendo las ansias de no poder asir tan delicada y lozana figura, maldiciendo los 30 años que los separaban, odiando las arrugas y el creciente blanco en su cabeza; estaba destinado a solo mirar desde lejos,a no tocar, a no besarla, debía conformarse con solo sentirla dentro de si. Hasta que la muchacha se marchitara como él, o él se perdiera en el olvido bajo aquel pueblo viejo, como sus padres y los padres de sus padres.
Un día, miraba atento el reloj sobre el dintel de la puerta de vaivén de su almacén, como si esperara algo, impaciente, parecía que contaba cada segundo en él, concentrado, desnudando cada detalle de las negras manijas, entrejuntando los parados en un afán de mejorar el enfoque de su mellada vista. Tras el aparador de madera lustrada, se le veía como queriendo hipnotizar a alguien invisible frente a él, o siendo cautivado por alguna presencia espectral.
La puerta repentinamente se abrió, haciendo tintinear las campanitas de aviso; una figura descolocó su concentrada mirada fija. Era ella, la chica de afueras del pueblo, Don Joaquín Pérez nunca la había visto tan de cerca, quedó atónito y espectante, pensando y tratando de adivinar cual sería el siguiente movimiento de la recién llegada; llegada a su espacio, a su mundo. Primera vez que entraba ahí, muchas veces él había pensado en aquel momento, ahora por fin ocurría y no sabia que hacer, estaba inmóvil.
Paseándose lentamente, y observando a su alrededor, hacia sonar el antiguo piso de tablas del lugar, se paró frente al mostrador y saludó algo seca, con una sola palabra y sin mirar al dependiente, buscando con la vista lo que necesitaba, tratando de distinguir entre las miles de cosas disponibles en la polvorienta estanteria a las espaldas del impresionado y sudoroso señor. Sacó una pequeña libreta de hojas blancas de la canasta que traía consigo, la revisó y dijo:
- dos kilos de harina, una docena de huevos, un kilo de azúcar, dos litros de aceite y una vainilla, por favor.
Tras decir esto, levanto la cabeza y esbozó una sonrisa. Él, logró moverse por fin, recolectó lo solicitado poniendo todo detenidamente y en orden dentro de la canasta y se la acercó, ella dejó el dinero cuidadosamente sobre la mano de Don Joaco y se marchó.
A la mañana siguiente, el almacenero tenia un brillo diferente en los ojos, un semblante descansado, un sabor dulce en la boca, el que se refrescaba a cada suspiro que daba.
De pronto, un gran bullicio y tumulto de personas llenaron la calle, irrumpiendo en la paz del corredor San Martín, Don Joaco salió de su almacén al igual que todo el mundo, asustado y confundido por la fiesta que traía una gran cantidad de personas, junto a una carreta adornada de flores y listones blancos, celebrando y vociferando con alegría, risas y cantos. Don Joaco se empinó para ver que era lo que sucedía, buscando algún espacio entre la multitud alborotada, pronto pudo ver entre la gente y los pétalos que volaban, que desde la carreta saludaban dos jóvenes, entusiastas y sonrientes; él, lucía galante con un traje negro y sombrero de ala; de ella, solo pudo distinguir su sonrisa, sus largos dedos cogiendo un ramo de calas y su lacio cabello al viento.

Los años

Hacendosa como siempre corría por la casa, al bajar y subir las escaleras eternas hacia sonar contra los escalones alfombrados los grandes suecos bermellón que alguna vez le regaló la señora para el día de reyes, día que ella jamás comprendió, ni que nadie nunca le explicó.
Siempre después de las 10 de la mañana encendía el radio de la cocina y tarareaba burdamente boleros y baladas hostigantes, llenas de elogios y lamentos, añorando amores pasados. Quizás era su manera de lamentar el haber dedicado una vida completa a una familia que no era la suya, se la quería como una más de la casa, pero siempre en la cocina, entre el vapor de las ollas, las verduras y el aroma de las especias, preparando deliciosas recetas que aprendió en la escuela de los años.
Eran casi 40 años de servicio en aquella casa, vio pasar mucha gente, muchas fiestas, muchas otras sirvientas por aquel lugar, por su espacio, por su cocina, pero nadie se mantenía mas que ella, era como un rasgo indeleble de la casa, a la cual ya se había integrado, como una viga indispensable de la estructura.
Una vez se enfermó, hace años, y no fue fácil para los habitantes del caserón, tuvieron que contratar al menos cinco otras señoras para realizar en alguna medida la labor cotidiana de Amelia, corrían alborotadas ante lo mucho que había que hacer: limpiar, barrer, lustrar, cocinar y atender a las siempre refinadas (y molestas) visitas de los dueños de casa, visitas que duraban toda una tarde y se repetían todos los días. Un mes sin la Melita y todo cayó en caos.
Siempre amena se paseaba por el jardín, las habitaciones y la sala, haciendo la ultima revisión antes de comenzar otras labores, labores que le costaban cada vez mas, le pesaban los años, pero acostumbrada a trabajar sola se rehusaba ante los ofrecimientos traer una nueva sirvienta para ayudarla.
El día en que no pudo levantarse se dio cuenta de que envejecía. De a poco comenzó a decaer, Amelia se resistía a pesar su edad, a que el paso del tiempo hiciera estragos en ella, en su piel, en su vida y su trabajo; vivía para ser útil, vivía para trabajar. Hace tiempo que lo había asumido y decidió hacerlo lo mejor posible, pero su vitalidad no era la misma, y su piel ajada por la experiencia de los años era su testigo frente al espejo; surcos cada vez mas profundos recorrían su rostro como rios secos, en los que se reflejaba el cansancio de toda una vida tras el funcionamiento de una casa ajena, y ahora sentía que se apagaba la luz de su interior lenta e inexorablemente.

Pausa

Se desplazó hasta la caja y pagó. Ya casi sentía el dulzor del chocolate blanco entre sus labios, el hielo frappé derretirse en su lengua y la suavidad de la crema invadiendo su interior; parecía que el muchacho que preparaba su anhelo tardaba mas de lo acostumbrado, como si estuviera haciendo una obra de arte, única y exclusiva, dedicado y concentrado.
El reloj marcaba ya las tres de la tarde y la afluencia de publico en el café había bajado considerablemente, se le acababa el tiempo y debía volver al trabajo; a esa oficina en lo alto de un edificio gris que se levanta en medio del centro de la ciudad.
Sintió como se erizaban los vellos de su cuerpo al recibir el vaso que esperaba; mas frío de lo que se imaginó en los minutos de espera. Con calma, se acercó a una mesita de madera, cerca del mesón curvo de donde sacó una bombilla envuelta en papel, algunos saquitos minúsculos de azúcar rubia y una par de servilletas, luego tomó asiento y quedó contemplativo mirando a través de las enormes ventanas del lugar. Afuera era diferente, el ritmo acelerado de un día gris y frío hacia caminar con suma rapidez a los transeúntes, mientras probaba a pequeños y tímidos sorbos su café, perdió luego por unos segundos la mirada en la crema, que como nieve, se colaba entre los pequeños cristales de azúcar y hielo que ascendían por la bombilla hasta su boca.
Luego de un instante volvió a mirar la hora; vio con sorpresa que ya faltaban solo diez minutos para las cuatro y debía volver a la rutina oficinesca, se quebró entonces su momento de paz. Se puso de pie, observó con nostalgia el entorno impregnado del olor de los oscuros granos, tomó su vaso y se dispuso a caminar. Empujó la puerta de cristal y de inmediato una brisa, aun mas fría que el café en su mano, lo invadió, su nariz, sus mejillas y sus labios desnudos se estremecieron, pronto su respiración se hizo visible. El contraste entre el amable calor del local y la calle helada lo hicieron dudar.
A las cuatro treinta su jefe lo vió entrar a la oficina con un humeante espresso en la mano.

Vereda

Como es de costumbre, cada mañana, después de despedir a su marido y ver como se aleja montado en su pistera, la señora Matilde sale a barrer las hojas que caen sobre la vereda y en su jardín. Así mismo, la vecina de junto, Isabel, un poco más joven que su anciana compañera matutina, sale con su escoba de ramas secas y su jarro de plástico para inaugurar la jornada. Ambas señoras, investidas de delantales cuadrillé y alpargatas; una con un tenso moño que adornaba su salpimentada nuca; la otra con un gran gorro de lana negro que contrastaba con algunas hebras blancas que se descolgaban desde su interior; peludos chalecos de lana abrigaban sus espaldas.
De derecha a izquierda, con una habilidad innata y eficiente, las amas de casa hacen sonar sus escobas amarillas sobre el pavimento, mientras el sol mañanero entibia levemente las pieles curtidas de sus rostros añosos, iluminando también cada fachada del pasaje 21 de mayo. Poco a poco las vecinas empujan las indeseables hojas cobrizas, haciéndolas volar pequeños tramos de rato en rato. Tras un breve momento, Isabel notó la amenazante presencia de su hacendosa rival, que llevaba más de la mitad del trabajo avanzado: la envidia la consumió.
- ¿que va a hacer de almuerzo vecina? - preguntó cínica.
- ni me diga, todavía tengo que ir a la feria... tengo para rato.
Un gesto de alivio se posicionó sobre su cara y apoyándose en la escoba continuó soberbia
- yo fui ayer con mi marido - y empinó la mirada al cielo perdiéndose por unos instantes en la inmensidad celeste.
Matilde no contestó y se concentró en terminar su labor de corretear hojas y papeles, y de formar montículos de tierra junto al flaco tronco del ciruelo. Isabel, sorprendida vió que perdía terreno, apurada comenzó a barrer lo mejor y mas rápido que podía; las hojas parecían pegadas al piso y su vecina finalizando ya asperjaba agua sobre el ahora desnudo cemento de la acera, sólo le quedaba una alternativa
- ¿Oiga señora Matilde, usted me podría regalar un tallito de esa planta, la del macetero de greda?
- ¡Claro!, déjeme ir por un cuchillo...
Metiendo la escoba entre las ramas del árbol Isabel terminó con su angustia.

Almuerzo.

Decidió acercase, hacía ya varios minutos que lo miraba ahí sentado comiendo; a diferencia del resto las mesas del lugar, que eran todas para cuatro personas, esta estaba ocupada por solo un comensal, un puesto, una silla.
-Te molesta si me siento aquí?- preguntó la muchacha. Ante esto él levanto levemente la mirada por un cortísimo instante para saber quien estaba del otro lado, se encogió de hombros y prosiguió con la tarea de desmenuzar el pescado en busca de espinas.
- Permiso, ah - acercó una silla, y tomó asiento, luego descolgó la pierna derecha sobre la izquierda y abrió cuidadosamente una botella de agua mineral, continuó:
- ¡Que calor que hace en estos días! - empinó la botella sobre su boca entreabierta, sorbió de ella muy despacio, como besando - ¿como te llamas? hace días que te veo por acá, no se ve gente nueva muy seguido, siempre es lo mismo, por eso te noté ¿trabajas aquí cerca?.
Él, sumido en su plato no exclamó nada, solo alzó otra vez la mirada para ver como los dedos inquietos de la chica golpeaban reiterada y rítmicamente la botella de plástico.
- Ay, que callado!, dicen que los callados son los peores, ja ja..- tras reír volvió a beber de la botella, luego la cerró con la tapita azul que había dejado cerca de la alcuza y el servilletero. Él, tras terminar, dejó el servicio cruzado sobre el blanco plato ovalado, tomó lo ultimo de su copa de vino. Respiró. Pareció determinado a hablarle a la impaciente joven que lo miraba fijamente, intrigada y atonita por su porte y talle. Se levantó, metió su mano al bolsillo, sacó un reloj, vio la hora y se marchó.
- ¿Señorita, le traigo la cuenta?

olscul*

El sábado llegué al trabajo a las 8am. como de costumbre, saludé a todo el mundo, fui a la cocina, me hago el café de rigor, me dirijo al escritorio y .. Sorpresa!! estaba ella, sip, ella misma, la de la foto, esa señorita de talle post moderno mirándome como: "hola soy nueva aqui, quieres tocarme?" Diablos! fueron varias cosas las que se me pasaron por la cabeza:
"para que me dejan porquerías aquí!! ¬¬"
"calculadora o controlador midi?"
"funcionará?"
"mm ya filo, igual le da un estilo vieja escuela al escritorio..."
Rápidamente salí de la duda: Sip, si funciona. Cuando la encendí un extraño ruido me asustó, su impresora incorporada, la cual no noté hasta ese segundo, saludaba. Luego un número cero, de un color verde chillón apareció resplandeciente e inmóvil en su estrecha pantalla "negriverdosa" ansiosa de que la llenen de cifras y unos dedos juguetones golpeteen sobre sus teclas negras, grises y blancas. Debe ser un verdadero placer para la Panasonic.
Me gusta.. sobre todo su atractivo botón naranjo "CE".

in ear*

Tambaleante se desplazaba por el andèn, con ritmo pausado y un semblante casi soberbio; era el dueño de todas las miradas que pululaban en el lugar, miradas cansadas y lejanas, pero atentas a cada movimiento de aquel alto extraño de los fonos grandes y vacilantes pasos.
Era la primera vez que disfrutaba tanto esa cancion.

Martes

Salì de la casa. Olvidè las llaves. Golpeé la puerta. Me las entregaron sin decir palabra. Tomé el autobus. Observo por la ventana. Bajo al metro. Me quedo en su mirada. Profundo, olvidado, confuso y temblando. Desciendo. Me siento. La observo como se aleja. Voltea, me mira y se acerca. Me besa. Me abraza. Me deja...
Un dia como cualquiera.

Frio

Y así, sin más, emprendí la marcha. Sin ganas de nada, sin objetivo ni rumbo alguno, acompañado solo de los recuerdos que había logrado recolectar hasta aquel suceso.
Hacia frío aquella tarde; corría un viento muy gélido que circulaba por entre los edificios del lugar, a ratos se convertía en una brisa suave y jugaba por entremedio de mis dedos desnudos que sostenían el cigarrillo: echaba de menos mi chaqueta gris. Un largo tramo tuve que andar por ahí hasta encontrar un sucucho donde guarecerme y tomar un trago para deshacer en parte el nudo que crecía en mi garganta; lento y angustiante sentir que me envolvía, que me llevaba a cada instante recorrido aquel día, cada rincón de ese lugar testigo de lo que ahora me quitaría el sueño y me hiela las manos cada noche y cada mañana.
- Gastón!
- eh?
- soy yo, Renato, ¿no te acordàs de mi?, ¡el de Buenos Aires!
Sin mirarlo, respondí casi inexpresivo:
-Disculpa, pero no te conozco.
-Pero...
Caminé... no se cuanto tiempo deambulé por la ciudad en busca de un alivio que estaba lejos de mi. Realmente no quería estar ahí, deseaba tanto estar otra vez en casa. Tenia frío y la camisa que llevaba ya no me protegía. Mi interior estaba envuelto en algo que me pesaba, denso, amargo, agraz; el hambre empezaba a hacer de las suyas. Recurrir a alguien de confianza.
- ¿se encuentra el señor Cienfuegos?
- ¿de parte de quien?
- un amigo.
- su nombre caballero, por favor.
- Sepúlveda
- ¿Perdón?
- Sepúlveda, dígale que es Sepúlveda
- Un segundo...
Un segundo, que se transformó en minutos, luego de un momento me vi otra vez en la calle, no tenia nadie mas en mente, todos se habían ido no se a que lugar o quizás desaparecieron por una u otra razón ¿por miedo? ¿Por gusto? difícil era determinar algo así cuando ni siquiera se sabe que esta uno mismo, aplastado por las interrogantes, acorralado por la incertidumbre, entumido y solo. Tenia como quince años cuando conocí a Mariana, recién llegado a Concepción mi tía me puso en un colegio cerca de la casa, previo trato con mi madre. Sentía que todo era nuevo, a pesar de haber estado ahí el verano recién pasado. Ya no volvería a Santiago por un espacio que ni yo mismo imagine.
Era extraño verme de escolar circulando por esas calles que habían sido recorridas tantas veces al calor de enero. Llegado a mí destino no tardó en llamarme la atención la niña que venia en sentido opuesto: misma corbata azul.
-¡Hola Mari! - dijo mi primo- ¡como vai'! ¿Que tal las vacas?
-¡Hola hola!..- agitó la mano mientras se alejaba.
Solo eso dijo la muchacha y se perdió entre la multitud "pingüina" que se repartía entre las salas que daban al patio de tierra con sus puertas abiertas. La creciente polvareda que se levanto tras el tumulto dio paso a la aparición de un señor con delantal azul asperjando agua con un balde. Dos días pasaron hasta que volví a ver a “la Mari” (como solía decirle mi primo Emiliano): tranquila, suave, con el uniforme oscuro contrastando con el color rosado pálido de sus mejillas y de lo que se alcanzaba a ver de sus piernas entre el jumper y las calcetas azul marino. Ella reemplazó todos mis pensamientos infantiles, tomo el lugar de las “fantasías animadas” y las tardes enteras de “metrópolis”, me confundía, me aterraba. No se en que momento tomé el valor y la hice mi novia, solo sucedió, ya distaban años desde la primera vez que mis ojos se prendaron a ella, y estaba ahí, conmigo, nada podía desbaratar o al menos mellar lo que por lo menos en mi, hasta ese minuto habíamos construido.
- estoy aburrida de ti… me voy
- pero Mari
- de verdad estoy harta
- espera
- ¡Déjame!, ¡voy a gritar!
- me da lo mismo, tu eres mía, siempre lo has sido. Yo te amo.
- ¡Déjame te digo!
Dejé su brazo. Me adelanté y salí de la casa, decidí tomarlo como una situación anterior similar a esta. Volví muy tarde y con varios tragos en el cuerpo, no entré mucho mas allá, deslizarme por la casa en ese estado y acostarme junto a ella seria empeorar las cosas, opté por el sofá.
No supe hasta varias horas entrado el día siguiente que, a diferencia de otras veces, Mariana de verdad se había ido: la cama intacta y nada de su ropa, algunas cosas quedaron en el baño y la habitación. Entonces sentí un vacío inmenso y un frío que invadía cada rincón de mi cuerpo, haciéndome temblar, caí de rodillas al piso en vista del panorama desolador que me ofrecía la casa en ese instante, eterno.
Esperé tres días hasta saber algo de Mariana, un amigo me comentó que se encontró con ella en el aeropuerto el mismo día que se fue de casa, iba con alguien más, maletas, y muy rápido, según lo que me dijo Cienfuegos, con destino Buenos aires.
Pensé por largo rato y a la mañana siguiente de la conversación, me encontraba viendo el Obelisco. Día cuatro paseándome por la ciudad preguntando y ni señales de Mariana, no quería perderla y por lo mismo daría todo lo que estuviera a mi alcance para recuperarla o por lo menos preguntarle.
- ¡hola! ¿Algún problema amigo?
- Estoy bien gracias.
- dale loco, te invito una copa.
- No gracias, te dije que estoy bien solo.
- Soy Renato, un gusto.
Yo solo callaba y miraba las botellas puestas en el mostrador fijamente, como si la solución a todas las cosas estuviera ahí, en aquellos brillos y colores filtrados por el alcohol contenido en su interior, inmóvil, mientras la lámpara atravesaba con su luz cada centímetro cúbico del recipiente. Lo ignoraba, no era nadie, ningún valor tenía para mí aquel desconocido, yo estaba allí por solo una razón y nada más.
- un gusto
- Gastón.
- Sos chileno, ¿no?, ¿en que andas?
- Busco a alguien.
- ¿alguien en especial? puedo ayudarte si quieres, conozco bien la ciudad
Santa Fe y Callao. Nos juntamos ahí al medio día del miércoles, el tipo hablaba mucho, yo casi nada, incomoda situación por cierto, nunca fui bueno para hablar con extraños; ni siquiera hablaba mucho con la gente cercana a mi, pero que diablos, el sujeto conocía mucha gente y quizás podía ayudarme.
- Hola Mariana
- ¡Gastón! ¡Que haces aquí!
- te buscaba, necesito que hablemos, por favor.
- no tengo nada que hablar contigo.
- solo dame un momento.
- ¡Basta! Ya no te amo.
Y así, sin más, emprendí la marcha. Sin ganas de nada, sin objetivo ni rumbo alguno, acompañado solo de los recuerdos que había logrado recolectar hasta aquel suceso.