Intento fallido

Dos días después de lo ocurrido despertó; la luz golpeó de lleno sus pupilas. No recordaba cómo se llamaba. Su nombre y su historia ya no existían. Perdido y desorientado, sin identidad, sin pasado, ni hogar. Exaltado miraba a su alrededor buscando alguna pista que le revelara lo que su propia cabeza le negaba, sus ojos se movían veloces recorriendo cada detalle de la habitación en que se encontraba: lámpara, flores, una ventana, y un televisor desde un atril puesto en lo alto lo miraba interrogante; luego notó que los recuerdos no aparecían, no había olores ni luces conocidas, el miedo lo embargó: una fría y desagradable sensación se apoderó de su piel, sus manos se adormecieron, su garganta se apretó, sintió que su cuerpo indefenso caía más allá de la cama que lo sostenía. Los monitores dispuestos a ambos costados de la cabeza comenzaron a sonar con un agudo, entrecortado y estridente sonido que se repetía una y otra vez revelando el miedo que crecía en su interior, su presión se disparó. La fría transpiración empezó a fluir por su frente, humedeció sus manos y cada uno de sus músculos contraídos comenzaron a tiritar, el llanto era inminente. Estaba vacío, solo y asustado. Girando a la derecha el cuerpo, comenzó a contraerse: sus manos adornadas de catéteres se juntaron en su pecho con electrodos, las rodillas buscaron el vientre y su cabeza cayó entre la almohada y el colchón. Rendido, temía a lo desconocido.
Tres días más tarde abrió los ojos nuevamente, saboreó lo amargo de su lengua seca; manchas de colores se movían sobre él, murmuraban. Enfocó, sintió una palma suave y tibia en la frente, vio luego una sonrisa llena de esperanza y unos grandes ojos colmados de lagrimas que se acercaban, el calor de una piel ajena, pero conocida cerca de su mejilla lo hizo respirar profundo, llenando así sus pulmones del aire tibio presente en la habitación; luego, los labios que ya estaban próximos a su oído exclamaron: "No lo vuelvas a hacer".

Octavo Básico

Luego de leer lo que le di antes de llegar al salón, levantó levemente la cabeza, me miró por encima de los marcos negros que pendían de su puntiaguda nariz, esbozó una sonrisa, la que rápidamente se esfumó dando paso a una mirada más profunda; una sombra se posicionó en las cuencas sus ojos, sombra que hizo juego con el espeso bigote que adornaba su tosca forma labial. Tomó asiento. El olor a tabaco que salía de sus amarillentos dedos entrecruzados sobre la mesa me impacientaba. Casi transpirando, apretaba con mis pequeñas manos el papel de dulce que tenía en el bolsillo de la cotona. Observaba y esperaba la respuesta, de a poco perdía la esperanza ante el largo silencio del profesor:
- Está bueno, se imprime...
Y logré entrar en la revista escolar.

Paseo

Siempre le gustó salir a caminar. Deambulaba casi religiosamente cada tarde de junio por ahí descubriendo a menudo detalles nuevos en las personas, casas, calles y plazas de aquel barrio que la vio crecer; disfrutando del tenue sol de media tarde, recogiendo aromas, recordando amores, dejándose llevar por la nostalgia que le traía cada esquina y rincón por los que pasaba; rincones por entonces humedecidos por la reciente lluvia estacional. A veces también echaba de menos la tensión de la correa de su amo.

Morfeo

Recuerdo que cada navidad era un verdadero calvario, una batalla que libraba anualmente en contra de aquel enemigo que siempre terminaba derrotándome, pese a todos mis esfuerzos por mantenerme en pie como mis hermanos mayores, que eran más preparados y fuertes, más astutos y estrategas en la batalla; era obvio, llevaban mas años que yo en el campo, y por ende más experiencia, la que los convertía en generales y capitanes ante un aficionado como yo: un simple soldado que arriesgaba todo por alcanzar la victoria, pero que sin embargo caía en el primer encuentro con las fuerzas enemigas.
Siempre era el último en abrir los regalos, en la mañana del 25

Y de pronto

Lo tomó del pescuezo, lo levantó hasta la altura de su frente, bajó la miraba, dio unos pasos y lo dejó caer volteando el rostro para no presenciar la caída, mas no podría librarse del sonido que pronto invadió sus oídos y le recorrió el espinazo hasta adormecerle la planta de los pies.
Diez minutos mas tarde, volvió arrepentido al tacho a rescatar al robusto y recién eliminado oso de felpa.

Receso.

Veo mi reflejo en el monitor: corbata, camisa, abrigo, lentes y una barba extraña, oscura y difusa, a medio salir. En una especie de trance comienzo a perderme en esa luz blanca y artificial que baña mi rostro, una luminosidad que contrasta con las sombras que vienen asomándose desde mis anchas espaldas, inundando toda la habitación que me rodea y observa, con sus libros, muebles, cama y televisor.
El reflejo de mi pupila en el cristal del anteojo me descoloca, el movimiento del globo ocular con su profundo y opaco iris castaño desvía mi atención al leer.
Creo que terminaré de escribir mañana.


[4JM]

Almacén San Martín

Una vez por semana venía al pueblo la muchacha, cada vez que aparecía, Don Joaco, el almacenero de la esquina, corría a verla, limpiándose rápidamente las manos en el delantal blanco que usaba para atender, lleno de harina y vestigios de abarrotes varios, de esos que solo se pueden encontrar en el único almacén en kilómetros. Corría para contemplarla de lejos, y por tan solo unos minutos, los que tardaba en rodear la cuadra, minutos que bastaban para robarle tres noches de sueño al poco agraciado señor.
Tan grácil y espigada, se dejaba llevar por el viento y las corrientes que circulaban por entre sus largos y delgados dedos, las mismas que hacían volar sus cabellos lacios y que acariciaban su eterno cuello rosado, dándole una autoridad divina sobre quien la observaba a la distancia; ella siempre erguida y con la mirada en un punto invisible al final del corredor San Martín.
Don Joaco, ante tal espectáculo, siempre quedaba perplejo, mordiendo las ansias de no poder asir tan delicada y lozana figura, maldiciendo los 30 años que los separaban, odiando las arrugas y el creciente blanco en su cabeza; estaba destinado a solo mirar desde lejos,a no tocar, a no besarla, debía conformarse con solo sentirla dentro de si. Hasta que la muchacha se marchitara como él, o él se perdiera en el olvido bajo aquel pueblo viejo, como sus padres y los padres de sus padres.
Un día, miraba atento el reloj sobre el dintel de la puerta de vaivén de su almacén, como si esperara algo, impaciente, parecía que contaba cada segundo en él, concentrado, desnudando cada detalle de las negras manijas, entrejuntando los parados en un afán de mejorar el enfoque de su mellada vista. Tras el aparador de madera lustrada, se le veía como queriendo hipnotizar a alguien invisible frente a él, o siendo cautivado por alguna presencia espectral.
La puerta repentinamente se abrió, haciendo tintinear las campanitas de aviso; una figura descolocó su concentrada mirada fija. Era ella, la chica de afueras del pueblo, Don Joaquín Pérez nunca la había visto tan de cerca, quedó atónito y espectante, pensando y tratando de adivinar cual sería el siguiente movimiento de la recién llegada; llegada a su espacio, a su mundo. Primera vez que entraba ahí, muchas veces él había pensado en aquel momento, ahora por fin ocurría y no sabia que hacer, estaba inmóvil.
Paseándose lentamente, y observando a su alrededor, hacia sonar el antiguo piso de tablas del lugar, se paró frente al mostrador y saludó algo seca, con una sola palabra y sin mirar al dependiente, buscando con la vista lo que necesitaba, tratando de distinguir entre las miles de cosas disponibles en la polvorienta estanteria a las espaldas del impresionado y sudoroso señor. Sacó una pequeña libreta de hojas blancas de la canasta que traía consigo, la revisó y dijo:
- dos kilos de harina, una docena de huevos, un kilo de azúcar, dos litros de aceite y una vainilla, por favor.
Tras decir esto, levanto la cabeza y esbozó una sonrisa. Él, logró moverse por fin, recolectó lo solicitado poniendo todo detenidamente y en orden dentro de la canasta y se la acercó, ella dejó el dinero cuidadosamente sobre la mano de Don Joaco y se marchó.
A la mañana siguiente, el almacenero tenia un brillo diferente en los ojos, un semblante descansado, un sabor dulce en la boca, el que se refrescaba a cada suspiro que daba.
De pronto, un gran bullicio y tumulto de personas llenaron la calle, irrumpiendo en la paz del corredor San Martín, Don Joaco salió de su almacén al igual que todo el mundo, asustado y confundido por la fiesta que traía una gran cantidad de personas, junto a una carreta adornada de flores y listones blancos, celebrando y vociferando con alegría, risas y cantos. Don Joaco se empinó para ver que era lo que sucedía, buscando algún espacio entre la multitud alborotada, pronto pudo ver entre la gente y los pétalos que volaban, que desde la carreta saludaban dos jóvenes, entusiastas y sonrientes; él, lucía galante con un traje negro y sombrero de ala; de ella, solo pudo distinguir su sonrisa, sus largos dedos cogiendo un ramo de calas y su lacio cabello al viento.