Hacendosa como siempre corría por la casa, al bajar y subir las escaleras eternas hacia sonar contra los escalones alfombrados los grandes suecos bermellón que alguna vez le regaló la señora para el día de reyes, día que ella jamás comprendió, ni que nadie nunca le explicó.
Siempre después de las 10 de la mañana encendía el radio de la cocina y tarareaba burdamente boleros y baladas hostigantes, llenas de elogios y lamentos, añorando amores pasados. Quizás era su manera de lamentar el haber dedicado una vida completa a una familia que no era la suya, se la quería como una más de la casa, pero siempre en la cocina, entre el vapor de las ollas, las verduras y el aroma de las especias, preparando deliciosas recetas que aprendió en la escuela de los años.
Eran casi 40 años de servicio en aquella casa, vio pasar mucha gente, muchas fiestas, muchas otras sirvientas por aquel lugar, por su espacio, por su cocina, pero nadie se mantenía mas que ella, era como un rasgo indeleble de la casa, a la cual ya se había integrado, como una viga indispensable de la estructura.
Una vez se enfermó, hace años, y no fue fácil para los habitantes del caserón, tuvieron que contratar al menos cinco otras señoras para realizar en alguna medida la labor cotidiana de Amelia, corrían alborotadas ante lo mucho que había que hacer: limpiar, barrer, lustrar, cocinar y atender a las siempre refinadas (y molestas) visitas de los dueños de casa, visitas que duraban toda una tarde y se repetían todos los días. Un mes sin la Melita y todo cayó en caos.
Siempre amena se paseaba por el jardín, las habitaciones y la sala, haciendo la ultima revisión antes de comenzar otras labores, labores que le costaban cada vez mas, le pesaban los años, pero acostumbrada a trabajar sola se rehusaba ante los ofrecimientos traer una nueva sirvienta para ayudarla.
El día en que no pudo levantarse se dio cuenta de que envejecía. De a poco comenzó a decaer, Amelia se resistía a pesar su edad, a que el paso del tiempo hiciera estragos en ella, en su piel, en su vida y su trabajo; vivía para ser útil, vivía para trabajar. Hace tiempo que lo había asumido y decidió hacerlo lo mejor posible, pero su vitalidad no era la misma, y su piel ajada por la experiencia de los años era su testigo frente al espejo; surcos cada vez mas profundos recorrían su rostro como rios secos, en los que se reflejaba el cansancio de toda una vida tras el funcionamiento de una casa ajena, y ahora sentía que se apagaba la luz de su interior lenta e inexorablemente.
Siempre después de las 10 de la mañana encendía el radio de la cocina y tarareaba burdamente boleros y baladas hostigantes, llenas de elogios y lamentos, añorando amores pasados. Quizás era su manera de lamentar el haber dedicado una vida completa a una familia que no era la suya, se la quería como una más de la casa, pero siempre en la cocina, entre el vapor de las ollas, las verduras y el aroma de las especias, preparando deliciosas recetas que aprendió en la escuela de los años.
Eran casi 40 años de servicio en aquella casa, vio pasar mucha gente, muchas fiestas, muchas otras sirvientas por aquel lugar, por su espacio, por su cocina, pero nadie se mantenía mas que ella, era como un rasgo indeleble de la casa, a la cual ya se había integrado, como una viga indispensable de la estructura.
Una vez se enfermó, hace años, y no fue fácil para los habitantes del caserón, tuvieron que contratar al menos cinco otras señoras para realizar en alguna medida la labor cotidiana de Amelia, corrían alborotadas ante lo mucho que había que hacer: limpiar, barrer, lustrar, cocinar y atender a las siempre refinadas (y molestas) visitas de los dueños de casa, visitas que duraban toda una tarde y se repetían todos los días. Un mes sin la Melita y todo cayó en caos.
Siempre amena se paseaba por el jardín, las habitaciones y la sala, haciendo la ultima revisión antes de comenzar otras labores, labores que le costaban cada vez mas, le pesaban los años, pero acostumbrada a trabajar sola se rehusaba ante los ofrecimientos traer una nueva sirvienta para ayudarla.
El día en que no pudo levantarse se dio cuenta de que envejecía. De a poco comenzó a decaer, Amelia se resistía a pesar su edad, a que el paso del tiempo hiciera estragos en ella, en su piel, en su vida y su trabajo; vivía para ser útil, vivía para trabajar. Hace tiempo que lo había asumido y decidió hacerlo lo mejor posible, pero su vitalidad no era la misma, y su piel ajada por la experiencia de los años era su testigo frente al espejo; surcos cada vez mas profundos recorrían su rostro como rios secos, en los que se reflejaba el cansancio de toda una vida tras el funcionamiento de una casa ajena, y ahora sentía que se apagaba la luz de su interior lenta e inexorablemente.
1 comentarios:
viste????!!!
tenìa q haberse tomado el Jarabe
y se hubiera parado al toque asì pa!
xD
Beso!
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