Almacén San Martín

Una vez por semana venía al pueblo la muchacha, cada vez que aparecía, Don Joaco, el almacenero de la esquina, corría a verla, limpiándose rápidamente las manos en el delantal blanco que usaba para atender, lleno de harina y vestigios de abarrotes varios, de esos que solo se pueden encontrar en el único almacén en kilómetros. Corría para contemplarla de lejos, y por tan solo unos minutos, los que tardaba en rodear la cuadra, minutos que bastaban para robarle tres noches de sueño al poco agraciado señor.
Tan grácil y espigada, se dejaba llevar por el viento y las corrientes que circulaban por entre sus largos y delgados dedos, las mismas que hacían volar sus cabellos lacios y que acariciaban su eterno cuello rosado, dándole una autoridad divina sobre quien la observaba a la distancia; ella siempre erguida y con la mirada en un punto invisible al final del corredor San Martín.
Don Joaco, ante tal espectáculo, siempre quedaba perplejo, mordiendo las ansias de no poder asir tan delicada y lozana figura, maldiciendo los 30 años que los separaban, odiando las arrugas y el creciente blanco en su cabeza; estaba destinado a solo mirar desde lejos,a no tocar, a no besarla, debía conformarse con solo sentirla dentro de si. Hasta que la muchacha se marchitara como él, o él se perdiera en el olvido bajo aquel pueblo viejo, como sus padres y los padres de sus padres.
Un día, miraba atento el reloj sobre el dintel de la puerta de vaivén de su almacén, como si esperara algo, impaciente, parecía que contaba cada segundo en él, concentrado, desnudando cada detalle de las negras manijas, entrejuntando los parados en un afán de mejorar el enfoque de su mellada vista. Tras el aparador de madera lustrada, se le veía como queriendo hipnotizar a alguien invisible frente a él, o siendo cautivado por alguna presencia espectral.
La puerta repentinamente se abrió, haciendo tintinear las campanitas de aviso; una figura descolocó su concentrada mirada fija. Era ella, la chica de afueras del pueblo, Don Joaquín Pérez nunca la había visto tan de cerca, quedó atónito y espectante, pensando y tratando de adivinar cual sería el siguiente movimiento de la recién llegada; llegada a su espacio, a su mundo. Primera vez que entraba ahí, muchas veces él había pensado en aquel momento, ahora por fin ocurría y no sabia que hacer, estaba inmóvil.
Paseándose lentamente, y observando a su alrededor, hacia sonar el antiguo piso de tablas del lugar, se paró frente al mostrador y saludó algo seca, con una sola palabra y sin mirar al dependiente, buscando con la vista lo que necesitaba, tratando de distinguir entre las miles de cosas disponibles en la polvorienta estanteria a las espaldas del impresionado y sudoroso señor. Sacó una pequeña libreta de hojas blancas de la canasta que traía consigo, la revisó y dijo:
- dos kilos de harina, una docena de huevos, un kilo de azúcar, dos litros de aceite y una vainilla, por favor.
Tras decir esto, levanto la cabeza y esbozó una sonrisa. Él, logró moverse por fin, recolectó lo solicitado poniendo todo detenidamente y en orden dentro de la canasta y se la acercó, ella dejó el dinero cuidadosamente sobre la mano de Don Joaco y se marchó.
A la mañana siguiente, el almacenero tenia un brillo diferente en los ojos, un semblante descansado, un sabor dulce en la boca, el que se refrescaba a cada suspiro que daba.
De pronto, un gran bullicio y tumulto de personas llenaron la calle, irrumpiendo en la paz del corredor San Martín, Don Joaco salió de su almacén al igual que todo el mundo, asustado y confundido por la fiesta que traía una gran cantidad de personas, junto a una carreta adornada de flores y listones blancos, celebrando y vociferando con alegría, risas y cantos. Don Joaco se empinó para ver que era lo que sucedía, buscando algún espacio entre la multitud alborotada, pronto pudo ver entre la gente y los pétalos que volaban, que desde la carreta saludaban dos jóvenes, entusiastas y sonrientes; él, lucía galante con un traje negro y sombrero de ala; de ella, solo pudo distinguir su sonrisa, sus largos dedos cogiendo un ramo de calas y su lacio cabello al viento.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

te prometo que me daría mucha pena ir a comprar ahí a ese almacén


abrazos.